Antes de disfrutar de su jubilación, hace cinco años Raúl Castro dejó al mando del país a un civil, el ingeniero Miguel-Díaz Canel. Su hermano Fidel había muerto en 2016 y con él desapareció la omnipresencia de un dictador narcisista. Raúl, más pragmático y sin el afán de estar las veinticuatro horas del día ejerciendo como “gran timonel” de la revolución, seleccionó al que sería el encargado de asegurar el continuismo del castrismo. Su sucesor tenía un perfil de tecnócrata que se alejaba de la imagen mítica de los barbudos que habían bajado triunfantes de la Sierra Maestra en 1959. Eran otros tiempos, incluso para el comunismo caribeño que se había impuesto en Cuba hacía más de seis décadas.
Díaz-Canel ahora se enfrenta a un segundo mandato. Se suponía que el heredero de Raúl ahondaría más en el paquete de reformas que su antecesor impulsó, pero, una vez más, no tiene nada nuevo que ofrecer. A estas alturas, los cubanos tienen la certeza de que su cometido es garantizar la supervivencia de los restos del naufragio que ha sido el castrismo. Nunca el continuismo es igual a transformación sino a estancamiento. Es el desagradecido papel que le ha tocado a este obediente apparatchik.
En 2019 Raúl le dijo a la población que había que prepararse “para lo peor”. Pasaba por alto que si en algo son expertos los cubanos es en “resolver”. O sea, capaces de sobrevivir en épocas de hambruna feroz como lo fue el Periodo Especial entre 1990-1994, cuando quedaron huérfanos de la subvención soviética con el colapso del comunismo en Europa del Este. Las épocas de ligeras mejoras han sido breves, con emprendedores que luego han acabado perseguidos porque el miedo más grande del gobierno es que una mayor autonomía empresarial podría derivar en espacios de libertad individual.
Con el actual gobernante los cubanos han pasado por otro Periodo Especial, agravado por el azote de la pandemia en la isla que, entre otras adversidades, agudizó la crisis del turismo. La única alternativa para la mayoría es vivir de las remesas que sus familiares en el exterior les proporcionan o salir del país a cualquier precio. Los éxodos intermitentes han sido la seña de identidad de un pueblo abocado a emigrar o al destierro, y bajo la jefatura de Díaz-Canel no ha hecho más que aumentar hasta alcanzar cifras históricas. En 2022 llegaron casi 300.000 cubanos a Estados Unidos, con una media de 760 por día. La fuga de la juventud cubana es imparable. Quizás es un dato que le tranquiliza, ya que son menos desafectos dispuestos a secundar protestas como las históricas del 11-J de 2021.
Lejos de pasar a la historia como el facilitador de una apertura, sobre Miguel Díaz-Canel pesa la orden de represión contra los activistas del 11-J, que son los cachorros de esa revolución de la que tanto presumieron los viejos comandantes que hoy están muertos o a punto de finiquitar. En los próximos cinco años tiene la oportunidad de hacer verdaderos cambios o limitarse a ser el conserje de un edificio en ruinas. A punto de derrumbarse. [©FIRMAS PRESS]
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