Cristo murió en la cruz por nosotros, para lavarnos del pecado original. Antes de la Pasión de Jesús, el hombre cargaba con la culpa del género y sufría el mismo castigo en su inocencia o en su perversidad.
El inmenso sacrificio del Gólgota nos convirtió en los responsables de nuestra propia salvación o condena. La prédica de Jesús —sobre todo en la parábola del Buen Samaritano— encierra un inequívoco mensaje: no hay una culpa, o ninguna virtud, que comparta la totalidad de los miembros de un grupo o una nación, por el hecho de pertenecer a esa comunidad. Hay crímenes colectivos, pero no en el sentido de abarcar al que inocentemente estaba allí, sin involucrarse. Cada quien debe responder por sus acciones.
La Semana Santa, piadosamente observada en una época y pretexto para vacacionar en otras, permite al buen cristiano reflexionar sobre los misterios de la Pasión de Nuestro Señor y hacer un examen de la propia vida.
Pero también es una oportunidad para recordarnos de hermanos que reviven la Pasión injustamente detenidos o muriendo a pausas en cárceles por el régimen o por la locura de tiranos como Putin, Ortega, Maduro, Xi o Kim Jong-un. El dolor de María se repite en madres traspasadas por la muerte de sus hijos o desesperadas y sometidas a chantajes por la vida de sus hijos inocentes detenidos o desaparecidos sin que se les quiera buscar porque se prioriza el golpe propagandístico del estado de excepción y el narcisismo de sus artífices.
Hay un sentido más profundo de la Pasión del Señor que va más allá de lo estrictamente litúrgico. Los grandes horrores y genocidios de este siglo se derivaron del escarnio hecho a la Buena Doctrina: los nacionalsocialistas bajo Hitler buscaban exterminar a todos los miembros de la nación judía, indistintamente de sus bondades o de sus infamias; los comunistas persiguen e inmolan al burgués, al “kulak”, al capitalista, sin que valga la conducta personal. La barbarie clasista crucificó al Mesías y condujo, veinte siglos más tarde, a Aushwitz, al gulag soviético y las cárceles cubanas.
La gran lección del Cristianismo es que a veces no se puede escapar a la tribulación, pero la justicia y la verdad se imponen al final y destierran las tiranías y reinos de demencia y tinieblas, como cayeron Hitler, Mussolini, los comunistas soviéticos y sus satélites para dar paso a la “resurrección”, a la Pascua universal y la reivindicación de los pueblos. Los grandes imperios cayeron y la civilización y sus libertades han tenido su base en gran medida en las enseñanzas del Cristianismo.
La Semana Santa y el inicio de la primavera
La conmemoración es una interpretación cristiana de los ritos de primavera del paganismo, las ceremonias con las que se despedía al crudo invierno y se propiciaban las siembras y las labores de la agricultura. Todos los pueblos primitivos han admirado y adorado la resurrección de la naturaleza después de la aparente muerte de las plantas y los campos, debido al clima o a causa de las vivificadoras inundaciones de los grandes ríos.
En Judea, la primavera anunciaba el reverdecer de la campiña, corroborando la existencia de un ciclo que se muestra en el nacer, el florecer, dar fruto, envejecer y morir, para comenzar de nuevo. Pero también en Egipto y en Mesopotamia sucedía lo mismo: las inundaciones regulares del Nilo, el Tigris y el Éufrates, producto del deshielo de las montañas que alimentan sus caudales, presentaban a los hombres el milagro del revivir, de revitalizar lo que se había extinguido.
“Easter”, el término sajón para denominar la Pascua, se deriva del nombre de la diosa de primavera, Eostre, pero también tiene sus raíces en la fiesta judía de La Redención, cuando Jehová libró a los judíos de la servidumbre. En el libro del Éxodo, el Señor dice a los judíos: “Pasaré encima de vosotros y ninguna plaga os destruirá, cuando yo destruya la tierra del Egipto”.
Con el tiempo, la Semana Santa se transformó en la fecha más importante de la cristiandad, después de la Navidad. Pero su esplendor ha decaído a medida que las costumbres de la sociedad se secularizan.