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"Hágase la vida fácil"

Cuando usted compra un boleto aéreo, así sea de primera clase, usted no compra solamente “derechos”, compra también “deberes”: para con su país, el país de destino, y los demás pasajeros que van a estar metidos en ese avión con usted.

Por Carmen Maron
Educadora

Al final de la década de los 90 tuve que volar constantemente por trabajo. Una noche, regresando de Panamá, el avión se movió de tal modo que se dieron vuelta las gavetas de las azafatas y las latas rodaban por los pasillos. Dos asientos delante de mi se abrió una compuerta y todavía veo en mi mente como que fuera en cámara lenta la mochila negra que salió volando y golpeó al pasajero al otro lado del pasillo. Inmediatamente el hombre empezó a sangrar de la nariz. Fue dantesco.


Cuando usted compra un boleto aéreo, así sea de primera clase, usted no compra solamente “derechos”, compra también “deberes”: para con su país, el país de destino, y los demás pasajeros que van a estar metidos en ese avión con usted. Desde ese 9 de agosto, yo no me detengo en llamar a la aeromoza y pedirle que le diga a quien todavía esta chateando tres minutos antes del despegue que ponga el celular en avión. Si el piloto dice que puede causar interferencia, ¿qué le hace pensar que es el alma purgante que es la excepción?. Pero en todo vuelo, parece, hay iluminados que meten el maletín lleno de queso salvadoreño “debajo” del asiento de manera tan estratégica que uno se tropieza al intentar ir al baño; tienen conversaciones a gritos (alcoholizadas muchas veces) acerca de su casa en Nevada; sacan la bolsa de pollo frito para un comer algo y casi se la ponen a uno en las piernas; reclinan el asiento como que es cama; tiran papel higiénico en el piso del baño; se ponen a platicar parados en los pasillos aún a media turbulencia y de repente le caen a uno encima; desempacan y reempacan la mochila llena de quesadillas y pupusas congeladas y puedo seguir y seguir y seguir. Tan malcriados son éstos como el personal del counter que lo trata mal a uno. O quizás peor porque se autojustifican que lo justifican.


“Bien enojada esa azafata, a saber por qué contratan a gente tan amargada”, me dijo una vez una mujer sentada (misericordiosamente) un asiento de por medio al mío, porque la aeromoza le había pedido dos veces que pusiera su asiento recto y guardara el picnic entero que tenía en el asiento de por medio, porque ya íbamos a aterrizar. Me dieron ganas de decirle: “Señora, por Dios, el despegue y el aterrizaje son los momentos más críticos”. Pero, como iba en asiento de pasillo y adelante, decidí que si tenía que evacuar, lo haría por primera clase. Pero, vuélenle pluma que, si a esa mujer le pasaba algo en el aterrizaje, ¿de quién iba a ser la culpa. ¡De la aerolínea, claro!


Veintiocho años después, estoy lejos de ser aquella bicha que se peleaba por una caja. Créanme que, después de Aviateca, no volé por un par de años y cuándo lo hice, fue con mucho menos equipaje. Yo entiendo la nostalgia de la Patria pero, así como muchos quieren llevar queso salvadoreño, yo quisiera traer jamones de la casa de mi padre en España. Nunca lo he hecho porque, para bien o para mal, aquí venden. Lo que sí me he traído es una servilleta de cien años de antigüedad bordada por mi bisabuela, la cual está enmarcada en mi comedor. A veces uno tiene que sopesar qué vale la pena a largo plazo. Y no me dejarán mentir, ahora uno encuentra queso salvadoreño donde menos lo piensa. Como prueba, un amigo mío que trabaja en una escuela en Shanghai-que tuvo cuarentenas estrictísimas hasta este año por la política de cero covid- pedía PUPUSAS a domicilio…


Últimamente me ha tocado lidiar más con las aerolíneas y CEPA en términos de trato especial (i.e. silla de ruedas). Por mi fibromialgia, lo pido siempre. Han habido días que lo cancelo en el counter y han habido días que me han tenido que bajar hasta la puerta del avión. Debo decir que El Salvador tiene mejor atención a las personas que usamos silla que muchos aeropuertos en países desarrollados, pero igual, si necesito silla sólo puedo llevar una cartera y una mochila o bolso, nada más y he descubierto que es suficiente. Cuando uno usa silla, también debe limitarse en el número de maletas, y uno aprende a empacar. Mis compañeros de espera son, usualmente, ancianos. Pero, una vez, al lado mío estaba esperando una mujer con cáncer en los huesos, y al final nos sentaron juntas. Si para mí, con la fibromialgia, era una tortura llegar al baño, no me puedo imaginar el dolor de esa mujer al tratar de pasar entre todos los que estaban parados en el pasillo (una vez dentro de cabina, sólo las personas con movilidad reducida reciben ayuda, y se paga extra). Lo mismo pasa con las mujeres embarazadas, las lactantes, los ancianos. Miren, un avión es un mundo. Hay que coexistir, al menos por unas horas.

Entonces, la próxima vez que le digan que tiene que pagar equipaje extra, o que tiene que mandarlo a carga, piense que usted comparte ese avión con tanta gente distinta.


Como me dijo aquel hombre, “hágase la vida fácil”, piense que viajar siempre es un privilegio, pero todo privilegio en esta vida implica deberes. Y ser responsables con la seguridad es el primero.

Educadora

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