Tenemos dos potencias nucleares enfrentadas. El anuncio de Putin de retirarse del tratado de limitación de este tipo de armamentos ha hecho dar un giro muy importante en la consideración de la guerra que comenzó hace un año.
Es un Vietnam al revés. En los años Setenta se estaba enfrentando el bloque soviético, de manera indirecta, contra la invasión de los Estados Unidos en ese territorio del sudeste asiático. Hoy día las batallas se llevan a cabo en territorio ucraniano, con ocupación militar rusa, y la OTAN suministra armas y entrenamiento a los combatientes locales.
Los rusos han optado por un nacionalismo acentuado por su pasado imperial y su definición particular de los derechos que, como antiguo imperio, le “corresponden” sobre los territorios que una vez estuvieron bajo la corona de los zares. La nostalgia de un pasado mejor… funciona. Putin se ha comparado a sí mismo con la mano de hierro de Pedro el Grande o de Catalina II, presentándose como el gobernante providencial (la religión es mucho más importante en Rusia de lo que uno podría imaginar) que devolverá al Imperio su gloria perdida.
Desde esa perspectiva, pretender comprender el conflicto con ojos occidentales es muy difícil. El alma rusa no tiene los mismos registros que Occidente para conceptos como democracia, economía global e, incluso, derechos humanos. Allende los Urales siguen teniendo sentido, y mucho, conceptos como poder centralizado (de hecho, llevan más de mil años siendo gobernados de esta manera), servicio a la patria y grandeza de la madrecita Rusia.
El problema es que se trata de una potencia nuclear. De hecho, la mayor potencia nuclear del mundo. Y que desde que comenzó la invasión la referencia a su poderío no ha cesado, aseverando que podría utilizar ese tipo de armas si su territorio o su seguridad se vieran amenazados. Un discurso que no deja de tener su fundamento en lo que pasó en agosto de 1945, cuando las armas nucleares fueron utilizadas por primera vez para terminar un conflicto armado y lograr la rendición inmediata de un enemigo testarudo (por decir lo menos) y beligerante.
Sin embargo… pensar que en las condiciones tecnológicas actuales podría haber un ataque nuclear limitado es al mismo tiempo un incentivo y un punto de enorme preocupación para quienes saben que es prácticamente imposible.
La tentación de recurrir al arma nuclear no ha desaparecido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Hay constancia histórica de que se planteó seriamente en la Guerra de Corea y en Vietnam, cuando era imposible terminar esas guerras por medios convencionales. También los soviéticos, en su momento, pensaron utilizarlas para terminar con la resistencia en la invasión de Afganistán… Pero una cosa es tener armas y otra utilizarlas.
Además de la presión internacional y de la posibilidad de un contra ataque nuclear contra Rusia (lo que está en la esencia del equilibrio que define la Guerra Fría). La esperanza de que los rusos se abstengan de utilizar sus armas contra Ucrania pasa por la consideración de que, en caso de hacerlo, sería imposible preservar su propio territorio de la contaminación nuclear. Pero más importante que esto es que nadie ensucia previamente el plato en que se dispone a comer; ni mucho menos, envenena los alimentos. Que es lo que pasaría, y no precisamente como metáfora, con todos los recursos ucranianos, principalmente los agrícolas y de producción de energía, en caso de un ataque nuclear ruso.
Ucrania es vital para Rusia. Tal como Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad del presidente Carter, afirmó hace casi treinta años: “Rusia, sin Ucrania, es un Estado nacional normal; pero Rusia, con Ucrania, es un Imperio”. Palabras que ayudan a comprender mejor el empeño de Putin por ocupar y controlar Ucrania “a como dé lugar”… y el temor que su poderío nuclear crea en Occidente.
Ingeniero/@carlosmayorare