Es frecuente escuchar que cuando un gobierno realiza acciones con repercusión directa en el bienestar popular, tales como subir pensiones, bajar impuestos o subírselos a las personas de mayor riqueza, subvencionar productos de consumo masivo, etc., se le llame populista.
Sin embargo, el concepto populismo tiene un significado muy preciso en el lenguaje técnico de las ciencias políticas, una noción que se aleja bastante del pan y circo con el que con frecuencia se asocia, y que se acerca bastante más al autoritarismo.
De hecho, más que “tener contenta a la masa” el populista de raza pretende eliminar toda representación intermedia (llámese diputados, congresistas, o magistrados de cualquier tipo de institución jurídica, e, incluso, la “atadura” que supone una Constitución Política), y por esa vía arrogarse la exclusiva representación de los deseos del “pueblo” para gobernar desde la gente, con la gente y para la gente.
Apelar a la soberana voluntad popular es el mantra de todo populista; de igual modo que es uno de sus sellos de garantía de origen rechazar la intervención, y de hecho la legitimidad o existencia de lo que ellos llaman “élites”, de partidos políticos o -incluso- movimientos populares… pues no pueden permitirse un “pueblo” fragmentado, ya que si así fuera ¿a cuál de sus fracciones representaría el que gobierna?
Una de las mejores estratagemas de venta personal que tiene el populista es, precisamente, sembrar confusión y equiparar el populismo entendido como representación de los deseos populares, con el de democracia.
Una confusión que se facilita por la falta de cultura política de las mayorías, que piensan en la democracia simplemente como un modo de gobierno en el que los funcionarios son elegidos por el voto y poco más, siendo las urnas el cauce para la expresión de los deseos de la gente. Cuando en realidad, en el núcleo conceptual de la democracia, están, además de la elección popular por medio del sufragio, dos conceptos que son absolutamente incompatibles con el populismo: la representatividad democrática, y la posibilidad de alojar en una misma sociedad personas con ideas políticas, valores y puntos de vista no solo diferentes, sino, incluso, contrarios.
Todo lo dicho explica por qué de hecho, como se recoge en un estudio académico, realizado en las últimas décadas, en Latinoamérica la bibliografía sobre populismo y democracia “ha oscilado entre visiones que entienden el populismo como un peligro para la democracia, que puede llevar a la conformación de regímenes autoritarios; e interpretaciones que lo analizan como un movimiento de ruptura que democratiza los sistemas institucionales excluyentes”.
Sin embargo, las cosas no son tan simples. Por ejemplo, los estudiosos hablan de tres grandes olas populistas en América Latina: la que comenzó en los años cuarenta del siglo pasado y más o menos concluyó en los setentas; el populismo juridicista de los Años Noventa; y el populismo que el mismo Chávez bautizó como Socialismo del Siglo XXI, que surgió en los albores del presente siglo.
En todos los casos, su núcleo es principalmente ser una suerte de dominación autoritaria que llega al poder, y se mantiene, por medio de la incorporación, teórica o práctica, de los excluidos de la política.
El prototipo del populista fue Juan Domingo Perón, que estableció una relación personal y carismática, casi de culto, entre su persona y sus bases. Una forma de gobernar que necesita indefectiblemente que la gente tenga una visión cultural muy propia de América Latina, esa que acepta sin mayor problema la presencia de un gobernante autoritario legitimado por la aceptación de su carisma y que, además, dé la sensación a la gente de que su “derecho a participar” en el mismísimo gobierno de la Nación, es tomado en cuenta.
Una manera de presentar la democracia precisamente al revés de lo que es, y cuya clave de interpretación yace en la forma como se entienda que el pueblo, la gente, pueda y deba participar en política.
Ingeniero/@carlosmayorare