Cuántas veces hemos hecho valoraciones precipitadas de personas que después resultaron erróneas. Nos habíamos dejado encandilar por una apariencia deslumbrante y resultó que terminamos desencantados al constatar que solo se trataba de una epidermis atractiva. Epidermis que puede ser física o intelectual o… Conste que no siempre somos nosotros los que tenemos la culpa de haber evaluado mal. Hay personas hábiles en vender su imagen envuelta en disfraces bien cuidados.
O al revés. Descalificamos a personas por su apariencia humilde y resulta que son personalidades riquísimas a nivel espiritual, social, intelectual o artístico. Es un caso triste de miopía que no logra ir más a fondo de la simple apariencia.
Algo así le pasó a Jesús. Creció en su pueblo de Nazaret hasta la edad adulta y ningún vecino percibió algún destello de su intensa personalidad escondida. Luego, al salir a la luz pública, se creó un terrible conflicto entre sus paisanos. Primero, les llegó la noticia de que su vecino el carpintero estaba conmocionando a la gente de la cercana ciudad de Cafarnaum con su palabra poderosa y sus milagros impactantes.
Cuando Jesús regresa a su humilde pueblo de Nazaret es recibido con una mezcla de entusiasmo e incredulidad. Jesús, el vecino de toda la vida, el obrero como cualquier otro lugareño, se pone de pie en la pequeña sinagoga y explica la Palabra con una sabiduría desconcertante. Doble desconcierto: ¿Dónde aprendió eso, si aquí ha vivido toda la vida? ¿Cómo se atreve a afirmar que lo dicho en el texto bíblico se realiza en su persona?
Del desconcierto colectivo se pasa a la reacción violenta: su vecino Jesús es un atrevido que se autoproclama enviado por Dios. Para ellos, Jesús se pasa de la raya: es un blasfemo y hay que matar a los blasfemos. Lo sacan a la fuerza de la sinagoga y tratan de lanzarlo a un despeñadero. ¿Qué les impidió llevar a cabo ese intento “justiciero”? El relato bíblico es discreto: “Pero él, abriéndose paso entre ellos, se alejó”. Nunca más volverá a Nazaret.
Esta ceguera la padecemos todos en mayor o menor medida. La ceguera que nos impide conocer a fondo al prójimo, al próximo. El refrán popular dice: “Las apariencias engañan”. Nos ofuscamos con apariencias llamativas que deslumbran por lo físico, intelectual o económico. Y que a lo mejor esconden una triste pobreza moral o intelectual Ahora más que nunca, gracias a la publicidad, es fácil disimular carencias penosas.
En cambio, por miopía imperdonable, talvez no logramos ir más allá de una apariencia modesta que cobija una personalidad de altos quilates espirituales, morales o simplemente humanos. Personas cercanas que no salen en periódicos o televisión,, pero que son gigantes de bondad.
Y la peor miopía sería vivir sin lograr descubrir la presencia viva y amorosa de Jesús en nuestra realidad cotidiana. Perder así la oportunidad de entablar una amistad sólida con ese Amigo fiel que no se cansa de llamar a nuestro corazón.
Sacerdote salesiano y periodista.