Dicen que por la boca muere el pez. También podría decirse que los presidentes “mueren” por el rastro de documentos que dejan tras de sí. Pero no hablamos de cualquier tipo de documentos, como cartas personales, sino información clasificada y altamente sensible que debería ser debidamente almacenada en los Archivos Nacionales de Estados Unidos una vez que la administración de turno abandona la Casa Blanca. Si no teníamos bastante con los oscuros tejemanejes del ex presidente Donald Trump, ahora se suma el misterio de una serie de documentos que implica directamente al presidente Joe Biden y por ello el Departamento de Justicia ha asignado un fiscal especial para presidir la investigación.
En el caso de Trump, ya hay una investigación en curso (de las muchas que enfrenta este señor desde el ámbito tributario hasta una intentona golpista) sobre papeles clasificados que acabaron en un sótano en Mar-a-Lago después de perder la reelección contra el demócrata Biden. Incluso circularon imágenes de sus asistentes sacando cajas que debían haber sido entregadas a la institución que resguarda los materiales relacionados a la Inteligencia. Y no sólo se limitaron a llevarse indiscriminadamente lo que no les pertenecía. Además, cuando el FBI se personó en su mansión en la Florida en busca de las cajas, los representantes de Trump no dijeron toda la verdad sobre el número de arcas que había en el sótano de marras. Ahora se sabe que el ex presidente se había llevado consigo documentos clasificados que tenían que ver con armamento nuclear; una información que podría interesarles a socios del magnate neoyorquino como Vladimir Putin, enemigo declarado de los intereses de Estados Unidos.
Mientras sigue vigente la pesquisa en torno a cómo, por qué y para qué se llevó Trump a su resort dichos archivos, resulta ser que han aparecido en un despacho en Washington y en una de las residencias de Biden, en Delaware, otra serie de documentos clasificados que está vinculada a sus años como vicepresidente bajo la administración de Barack Obama. A diferencia de su predecesor, que no los entregó voluntariamente, en esta ocasión han sido los propios abogados del actual mandatario quienes han revelado tan inquietante información. Al parecer, cuando vaciaban la oficina que Biden usó de 2017 a 2019, hallaron en un armario un lote de papeles clasificados que debieron haber sido entregados en el relevo de administración. De inmediato, sus propios abogados se dedicaron a la tarea de buscar más y encontraron otros en el garaje de la casa que el mandatario conserva en Wilmington. Este particular paquete fue hallado junto a su preciado Corvette. En lo referente a los dos lotes hallados en la oficina y en la residencia, el presidente ha dicho que desconocía el contenido de los documentos.
Si se compara con el comportamiento de Trump y sus asesores, poco cooperativos con el Departamento de Justicia e incluso con la intención de no entregar la totalidad de las cajas sustraídas, el entorno del presidente no ha perdido tiempo en entregar a las autoridades pertinentes documentos clasificados que, por lo que se ha publicado, tienen que ver con Irán, el Reino Unido y Ucrania. Sin duda, países de gran importancia en la esfera de los conflictos internacionales.
Más allá de las intenciones últimas y de quién o quienes están implicados en ambos casos, lo grave es la facilidad con que documentos “secretos” pueden trasladarse de un sitio a otro en los cambios de mandato, sin saberse a ciencia cierta con qué motivos los hacen desaparecer para acabar en criptas, estanterías o en garajes. El aparato de Inteligencia debería revisar los procedimientos y mecanismos que se emplean para evitar estas lagunas importantes que ponen en evidencia la laxitud, o hasta la incompetencia, a la hora de tutelar y proteger información que puede ser crítica.
Unos días antes de que se diera a conocer este affaire de las cajas de Biden, y con la memoria fresca del affaire de las cajas de Trump, fue puesta en libertad Ana Belén Montes, la funcionaria que durante 17 años espió al servicio de Cuba desde un alto puesto en el Departamento de Defensa. La analista era conocida en la comunidad de la Inteligencia como la “Reina de Cuba” por sus conocimientos y guía con respecto a la política hacia el régimen castrista. Siguiendo las directrices de La Habana, consiguió influir en los dos partidos, persuadiendo a Washington de que el gobierno comunista de la isla no representaba una amenaza significativa para la seguridad nacional. Tras su arresto en septiembre de 2001, once días después del atentado terrorista contra las Torres Gemelas, también se supo que había entregado a Cuba información clasificada sobre la guerra en Afganistán. El daño ya estaba hecho y fue extenso. Quedaba claro que los adversarios de Estados Unidos podían colocar un “topo” en las más altas esferas del Pentágono. No dejaba en buen lugar las capacidades de la contrainteligencia norteamericana.
Tras los sucesos de los papeles de Biden y de Trump, y sin restar importancia a las claras diferencias entre ambos, es una buena oportunidad para que se refuercen las medidas en los traspasos de poder que eviten las “irresponsabilidades”, por llamarlo de alguna manera, de las administraciones salientes. Lo que está en juego no es pecatta minuta. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner