(Preámbulo: la escribí en algún invierno de mis pasos cuando -hurgando en la nieve de la lejanía- encontré intacta la rosa del amor.)
A una viajera golondrina sorprendió la nevada antes de poder volar al sur de algún verano. Las demás golondrinas se habían ido, mientras ella dormía un sueño de amor en un alero. Era imposible ir tras ellas pues -golpeada de un ala- nunca les daría alcance. Se puso entonces a llorar, al saber que moriría o se perdería en la nevasca. Fue cuando -al medio de aquella infinita soledad- oyó a un muñeco de nieve que le decía: “Ven a mí, hermosa andariega. Yo tampoco puedo irme y sé que desapareceré con los rayos del sol en unos días. Mientras tanto, nos podemos amar y hacernos compañía”. “Los muñecos de nevisca, como tú, no sienten frío ni pueden amar–contestó entristecida la calandria. Además he de morir en la tormenta”. “No importa el tiempo ni el mañana –dijo la figura de nieve. Ya no estaremos solos en medio del temporal.” Entonces la golondrina se posó sobre el muñeco y vio que aquel –además de hablar- podía amar. “No quiero morir sin amar” –dijo la nieve.
Entonces surgió un dulce romance entre ellos, que se contaron sueños de la felicidad y el tiempo presuroso se detuvo unos días. La golondrina no podía entender la gracia de amar de la gélida figura. Pero fueron felices, no importa cuánto, cómo, dónde, cuándo ni por qué. Después de algún tiempo, tristemente, vino el deshielo y el sol amaneció.
Dos enamorados -que pasaban por el lugar en la mañana- vieron a la golondrina alzar vuelo y al muñeco de nieve que empezaba a derretirse. “¡Mira! -dijeron asombrados- ¡Dentro del muñeco de hielo había un corazón!” La voz errante del viento les dijo al pasar: “Aquel -que un día lo formó- le dio un corazón para vivir.” La nieve y la calandria prometieron volver a encontrarse ¡Aunque fuera unos pocos días para amar!
Moraleja: “Sólo el amor puede derretir el hielo que esconde un corazón”.