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Graduación

Graduarse es el final de un proceso, que no se nos olvide. La alegría y orgullo, legítimos ambos, que impregnan los salones de graduación, y que uno no sabe identificar si provienen de los graduandos, de los padres de familia o de los docentes que colaboraron en el proceso está muy bien que sean los sentimientos dominantes en ese momento. Pero no se debe olvidar tampoco que en el proceso hubo desvelos, angustias, sinsabores, malos ratos.

Por Jorge Alejandro Castrillo
Psicólogo

“Cada graduación a la que asisto renueva mi fe en la educación y en la juventud”, me dijo el compañero director cuando le comenté lo ordenada y emocionante que había resultado la graduación del día anterior. No lo había pensado así, pero tiene él toda la razón: cada nueva promoción académica es, a la vez, premio al esfuerzo sostenido de años anteriores de trabajo y apuesta entusiasta que se hace por el futuro, por el porvenir. Un porvenir, mañana, que todos lo queremos halagüeño, no sólo para ellos, sino para nosotros también y la humanidad en general.  Las graduaciones de este año tienen, además, la especial característica de ser graduaciones de la pandemia, es decir, terminan su ciclo académico los alumnos que pasaron años enteros en sus casas, con poco contacto social cotidiano con sus compañeros y maestros y que tuvieron que auto disciplinarse y exigirse más para conseguir el éxito de finalizar sus estudios, en el nivel que sea. Esta es la perspectiva positiva. La negativa es que aún no sabemos a ciencia cierta el deterioro, efectos negativos o carencias, en su educación y en su vida, que les dejó la pandemia. Algunos podemos advertir, como se comentó a raíz de los tristes resultados de los estudiantes en el examen de ingreso de la Universidad Nacional de este año.

En la adolescencia y juventud, la vida tiene tanta fuerza que la muerte existe poco o se la ve muy lejana, si llega a considerarse. Pero estas generaciones de graduados, sean del bachillerato o la universidad, han vivido otra realidad. Ellos sí que saben, pues lo han vivido en carne propia, que la vida nos puede orillar al borde de la muerte, que las circunstancias pueden ser tan difíciles que tengamos que precavernos de todos y de todo, que el temor ante el peligro puede llegar a conseguir que las relaciones humanas se vean tan amenazadas hasta llegar al punto de considerar dos y hasta tres veces si dar, o no, un beso o un abrazo a un familiar cercano y querido.  Eso lo vivimos todos los sobrevivientes que somos a la pandemia y algunos lo olvidaremos jamás. Pero cuando se les ve la cara a estos jóvenes graduados, uno puede darse cuenta que han dejado atrás el pasado, que ya no recuerdan cómo tuvieron que vivir durante estos últimos dos años: aislamiento social, aprendizaje remoto, contactos virtuales de todo tipo. Por eso insisto: el punto de vista optimista es que los docentes de estos graduados hayan ejercido su labor de enseñanza virtual de la mejor manera posible, esmerándose por alcanzar a cada uno de sus alumnos más allá de la pantalla o terminal de computadora. Es optimista también pensar que estos alumnos habrán aprendido la lección más importante de la pandemia: “Carpe diem, quam minimim credula postero”, que se puede traducir como: “Aprovecha el día de hoy; confía lo menos posible en el mañana”. Queremos creer que aprendieron a poner amor a sus esfuerzos por aprender, queremos creer que entendieron que su logro académico no significa que ya no enfrentarán problemas en su vida, sino que ahora están mejor preparados para enfrentar los que la vida les plantee en el futuro. Esperemos con optimismo que estas generaciones de graduados sean menos frágiles, demandantes e insensatamente exigentes que las generaciones anteriores que no sin razón han sido llamadas “las generaciones de cristal”.

Graduarse es el final de un proceso, que no se nos olvide. La alegría y orgullo, legítimos ambos, que impregnan los salones de graduación, y que uno no sabe identificar si provienen de los graduandos, de los padres de familia o de los docentes que colaboraron en el proceso está muy bien que sean los sentimientos dominantes en ese momento. Pero no se debe olvidar tampoco que en el proceso hubo desvelos, angustias, sinsabores, malos ratos. Así es la vida. Nos da y nos quita, nos eleva y nos zarandea. Por eso el orgullo, por eso la alegría. A pesar de todo, se llegó al final. Esa es la lección de todo proceso que se culmina con éxito. Por eso me gustó tanto la frase que me la quedó para mí: “Cada graduación a la que asisto renueva mi fe en la educación, en los docentes y en la juventud”.

Psicólogo/psicastrillo@gmail.com

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