El arquero quedó viviendo algún tiempo en la profunda soledad de los picos rocosos. El arco era su arma mágica para defenderse de las fieras y cazar gacelas. Hablaba con las aves para no olvidar la libertad. Gritaba su nombre a los abismos para no volverse abismo, enloquecer de miedo u olvidarse a sí mismo. Como había aprendido el habla de las montañas, podía conversar con ellas y saber sus secretos. Cuando la cumbre amanecía cubierta de nubes era que vendrían vientos desde el sur. Cuando el monte temblaba iba a brotar de sus profundidades el fuego de Agná para crear nuevas cumbres en la faz del planeta. Si las aves hacían fuertes sus nidos vendría una estación tormentosa. Confió también a los picos su secreto. “Soy Rhuna, la montaña y busco a Rhuna el hombre del adiós. Díganme riscos eternos hacia dónde debo ir. ¿Qué sendero he de tomar para llegar a mí mismo?” Estos le respondieron que siguiera la ruta de los íbices migrantes. Así “Giri Krs” (sombra de la monte) se encaminó por fin al sueño olvidado. Hablar a las montañas —cuya lengua comprendía con claridad— era como hablar consigo mismo, porque él también era risco. Gigantesca cumbre perdida en el fondo de sí mismo. Después de una dura jornada de camino, el arquero se quedó dormido en el hueco de un desfiladero. Al despertar un sol nuevo y radiante amanecía en los cerros. Desde allí divisó una esplendorosa y dorada montaña. ¡Rhuna estaba por fin ante sus ojos! El cazador de ciervos y estrellas había encontrado el fin de su viaje. La cima grandiosa y luminosa de su propio ser. (LXIX) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
El cazador de estrellas ante el monte de oro
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