La corrupción se encuentra estrechamente ligada a la cultura. Su germen se manifiesta en la mentira que dice un niño, en la trampa que hace un joven en un examen o en el engaño que un muchacho le hace a su novia. Si nadie les advierte en esas edades tempranas de la importancia de la honestidad, las cosas pasarán a naturalizarse y a verse cómo muestras de astucia y sagacidad. Es así como la idea del vivo comienza a tomar preponderancia y alcanza la estatura de ideal. La corrupción vive y crece modelando y distorsionando las ideas y las acciones hasta afectar todos los aspectos de la vida.
El reto para los cristianos es el de trabajar para crear una cultura de honestidad opuesta a la corrupción. El cambio debe ir más allá de las reformas administrativas y técnicas. Estas son importantes, pero insuficientes. Se requiere un cambio radical en las maneras de pensar y ver las cosas. Sin la internalización de valores positivos y actitudes integras, no se puede avanzar en la mejora de la gobernanza política, económica y de la sociedad en general. Para cumplir con la comisión de ser luz de la tierra, los cristianos no deben ser parte de la corrupción sino, por el contrario, salir de ella. En lugar de contaminarse con el mundo, deben ser agentes de incidencia para reducir las prácticas deshonestas, modelar un liderazgo transformador y contribuir a una mejor gobernanza.
El llamado de los cristianos no es teórico sino práctico. Su trabajo es el de internalizar el sentido de la justicia y la ley en los miembros de la sociedad. La corrupción es intrínsecamente injusta porque afecta a la población como un todo. Afecta el desarrollo, pero también las dinámicas de la sociedad, la dignidad humana y el derecho a la vida. Contra esa maldad es que se pronunciaron profetas del Antiguo Testamento, como Miqueas, Oseas e Isaías. Ellos expresaron la voz de Dios para sus momentos históricos y corrieron los riesgos que su fidelidad implicaba. Cuando la corrupción se multiplica, nadie es más odiado que el que dice la verdad. La medida de rechazo o acogida que el mundo hace de los ministros de la palabra manifiesta su grado de fidelidad al Señor de la justicia.
Siguiendo esa línea, los creyentes deben comprometerse activamente para fortalecer y expandir todas las medidas de control, rendición de cuentas y transparencia que sean posibles. La honestidad nunca es enemiga de la transparencia. "Todo el que hace lo malo aborrece la luz, y no se acerca a ella por temor a que sus obras queden al descubierto.En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea claramente que ha hecho sus obras en obediencia a Dios" (Juan 3:20-21).
No obstante, es importante enfatizar que la lucha del cristiano en contra de la corrupción no debe limitarse solo a las medidas legales de transparencia. El creyente debe ir más allá y no olvidar el carácter malvado de la corrupción desde el punto de vista de las Escrituras, las cuales la muestran como una idolatría. Ninguna ética social puede ser construida sin reconocer la influencia del poder perverso de la idolatría. Se trata de una lucha que incluye una batalla de tipo espiritual que no puede ser ganada sino solo por el poder del Espíritu Santo obrando en el creyente fiel. Se trata de usar los recursos de la palabra de Dios, la dependencia espiritual y la fe.
En esto juega un papel importante la voz profética de los cristianos, la cual se debe enfocar en el bienestar comunal sin coludir con las estructuras malvadas de poder y corrupción. La voz profética denuncia lo que no es correcto en todos los niveles de la sociedad y su presencia es esencial en todos los tiempos. Dios todavía tiene mucho que decir a nuestra generación en nuestro país. Jeremías y Daniel fueron profetas que hablaron la palabra de Dios contra la corrupción en Judea y Babilonia. No permanecieron callados, sino que expresaron su mensaje para confrontar a las élites corruptas. Este es el rol que Dios espera hoy de sus hijos para la transformación social.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.