¿De dónde sacan las iglesias su autoridad moral para señalar al poder político? De las mismas Escrituras. En ellas se encuentra la matriz de asuntos esenciales como, por ejemplo, el concepto de justicia. Esta es importante porque Pablo establece como propósito de los gobernantes el ser «servidor de Dios para el bien» (Romanos 13:4). La palabra «bien» (en griego, «agatón») engloba aquello que es bueno y beneficioso para el bien de los ciudadanos. Es decir, lo que resulta justo para las mayorías. En el Antiguo Testamento lo justo aparece con frecuencia ligado a Dios y a la protección de los migrantes, viudas, huérfanos, hambrientos y cautivos. Un pasaje que reúne todos esos elementos es, por ejemplo, Salmos 146:7-9: «El Señor hace justicia a los oprimidos, da de comer a los hambrientos y pone en libertad a los cautivos. El Señor da vista a los ciegos, el Señor sostiene a los agobiados, el Señor ama a los justos. El Señor protege al extranjero y sostiene al huérfano y a la viuda, pero frustra los planes de los impíos».
Hacer justicia es la preocupación y la actividad de Dios, y espera de los gobernantes que se enfoquen en su promoción y defensa. De manera que las iglesias, que han comprendido la voluntad de Dios, saben que parte de su misión es la de testificar ante el poder político sobre las demandas justas de Dios. Con mayor razón cuando los gobiernos se constituyen para defender intereses de sectores o familias que usan las instituciones para su beneficio propio. Las iglesias, conocedoras de la voluntad de Dios, deben indicarles a los gobernantes el camino correcto que lleva a la realización del deseo divino de justicia. Todo esto, como puede comprenderse, no tiene ninguna relación con política partidaria ni con intereses de las mismas iglesias. Se trata de la responsabilidad profética del pueblo de Dios de denunciar el pecado autoritario y anunciar la conversión como salida al conflicto. Solo así podrá tener un poco de credibilidad el dicho evangélico de que las iglesias son la conciencia de la nación.
Sin duda que habrá gobiernos que nunca escucharán la voz de las iglesias, la cual les resultará tan solo un ruido incómodo al cual ignoran o al cual se resignan, pero ellas cumplirán su responsabilidad de ser testigos fieles de lo justo y lo bueno. Son los gobiernos los que se acercan o alejan de ellas en la medida que responden o no a la matriz de justicia de las Escrituras. Las iglesias deben mantenerse fieles a las demandas radicales del evangelio sin ceder a las seducciones del poder. No deben ligarse o comprometerse con ningún partido político porque éstos nunca van a representar la integridad del reino de Dios. En la medida que las iglesias se amarran a un proyecto partidario, pierden su solvencia para la denuncia.
Las Escrituras muestran diversas situaciones en las que los profetas perdieron su autoridad frente a los reyes. Como Balaam, quien traicionó lo justo a cambio de retribuciones económicas. O los cientos de profetas en tiempo de Acab, quienes profetizaron lo que el rey deseaba oír, en tanto que Micaías, el siervo de Dios, terminó en prisión por decir lo que Dios quería que se dijese. Los gobiernos pasan, pero la iglesia permanece. Cuando los proyectos humanos y las mentiras terminan, quienes quedan mal son las iglesias que no se mantuvieron firmes en su misión. No se puede servir a dos señores.
Al mismo Jesús las autoridades de su tiempo le cuestionaron sobre la autoridad con que censuraba sus prácticas corruptas. Él les respondió con otra pregunta sobre el bautismo de Juan. ¿Era de Dios o era de los hombres? Las autoridades no podían decir que era de Dios porque habían rechazado al incómodo Juan, tampoco podían decir que era de los hombres porque todos sabían que Juan era de Dios. Así que le respondieron a Jesús que no sabían. Jesús les respondió que, en ese caso, tampoco Él les diría con qué autoridad hacía esas cosas. Ya no era necesario. Quedó en evidencia que su autoridad nacía de su coherencia con la voluntad de Dios. Esa autoridad es la que las iglesias no deben perder jamás.