Diciendo adiós al desconcertante y noble barquero de Olín Kania -el cazador de sueños- le expresó: “Señor de la espada cegadora, hermano mío, amigo de dulce corazón e inclemente justicia: Gracias por mostrarme ese mundo de la felicidad perdida, donde florecen por siempre las margaritas del campo y un perfume de mieles cubre el aire. Después de cruzar tu reino, ya no podrá morir mi imposible utopía...” Fue así como Dios bendijo el rumbo de aquellos dos hermanos del azar, que eran uno solo: el hombre y la muerte, la flecha y el destino, la memoria y el olvido... Ambos caminos eran importantes, en el juego divino o “leela”: tanto el de Ira —el cortador de lazos— como el de Kania en la ruta de los montes lejanos. Así, después de la inmensa locura, de la ignorancia y la verdad, de la luz y las tinieblas, algunos hombres —como el arquero— encontraron el camino a las montañas de fuego. Después de partir como aves sin destino. Porque en el valle de Olín todos morían de alguna manera. Y nadie cruzaba ileso la lóbrega estepa ni la tierra dichosa de Irania —la tierra de Ym— reino de los muertos. La misma comarca celeste, que un día borraron de la faz de la tierra las manos inmensas de aquellos inmortales gigantes de la creación. (LVIII) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
Despedida de dos hermanos: la vida y la muerte
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