La historia del pan está estrechamente relacionada con la de cereales como el trigo, el centeno y otros. Desde épocas milenarias, diversos pueblos en distintos puntos del planeta usaron esos materiales y levaduras para la producción de pan de uso diario y ceremonial, así como para la fabricación artesanal de algunas agroindustrias vinculadas, como la de la cerveza.
Luego de su transporte y aclimatación en el Caribe tras la llegada de las primeras embarcaciones europeas (1492-1522), el trigo pasó a México en los siguientes dos años. En 1524, en terrenos que le pertenecían al conquistador Hernán Cortés, uno de sus esclavos, llamado Juan Garrido, procedió al cultivo de trigo en la Nueva España. Tras levantar la cosecha, se convirtió en el primer panadero de la ciudad de México. Pronto, cada una de las casas, conventos y demás estructuras públicas y privadas de la capital novohispana demandaban, día tras día, entre 300 y 400 gramos de las múltiples hogazas de pan generadas y que debían ser cortadas y pesadas para su comercialización individual. La demanda creció en la medida en que la población aumentó y sus costumbres se sincretizaron y mestizaron, al igual que sus cuerpos y culturas.
Durante el período colonial, el trigo requirió fuerza indígena para su sembrado, riego, desyerbe, trillado, recogida y limpieza, así como para su amasado y cocción en hornos de barro y leña. Tanto trabajo involucrado fue un factor importante para que, durante los siglos XVI y XVII, en los autos de bienes de algunos difuntos se ordenara la distribución de harina de trigo para pobres. Ese sería el origen del posterior pan de muertos para altares y del pan distribuido con chocolate o café caliente en los velorios.
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Aunque resulte extraño, lo cierto es que las tortillas de maíz siempre fueron el complemento de carbohidratos preferido entre las sociedades peninsulares, mestizas e indígenas. Como cultivo de subsistencia, el maíz proveía no sólo tortillas y pupusas (bicentenarias en suelo salvadoreño, con registros documentales), sino tamales, tiste, pinoles, atoles, tustacas, totopostes, rosquillas, riguas y más.
En las sociedades coloniales de la Alcaldía Mayor de Sonsonate y de la Provincia e Intendencia de San Salvador, el trigo nunca fue un cultivo importante, debido a que sus tierras necesarias eran más demandadas para el cultivo monoagroexportador por excelencia: el xiquilite, cuyo procesado finalizaba en las marquetas de tinta anual o añil, ese colorante que desde el Reino de Guatemala pintó al mundo de azul.
En la ciudad de Guatemala de mediados del siglo XVIII, sus 53 panaderías organizadas en un Gremio de Panaderos surtían a quienes demandaban sus productos entre los más de 53,000 habitantes de la capital del Reino. Mientras tanto, en Sonsonate, Sa Salvador y San Miguel, el pan era fabricado y vendido por pesos diferenciados en casas o pulperías (tiendas) dotadas con moldes, artesas y hornos, de los que surgían quesadillas, marquesotes y muchas variedades panificadoras más.
El cultivo y procesado del trigo y su conversión en harina para pan estaba a cargo de comunidades de monjes, como lo revela el complejo de edificios monacales cuyos restos arqueológico-históricos aún se evidencian en la zona de Quezaltepeque, donde la fuerza de los ríos cercanos movía a los molinos de piedra y madera.
Antes de 1777, de 6 a 13 onzas de pan eran comercializadas a medio real o seis centavos de peso. Después de ese año, la escasez de harina de trigo disparó el precio a medio real por cuatro onzas del producto. Los precios variaban si el cliente adquiría pan blanco y aderezado o pan de manteca.
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Desde el siglo XVII, en el Virreinato de la Nueva España y en el Reino de Guatemala existían cuatro tipos básicos de pan para consumo diario:
• Especial o francés: elaborado con trigo lavado a mano y no procesado en molino hidráulico. Su fabricación implicaba el uso de flor de harina, agua, sal, manteca animal, poca levadura y mucho trabajo manual. Por todo el trabajo que entrañaba, era la variedad más cara de pan y sólo podían pagarlo los funcionarios de alto rango y los eclesiásticos de mayores niveles en la administración católica.
• Blanco o floreado: con harina de calidad, servía para la fabricación de roscas y bollos. Por su extenso uso, era el pan más popular.
• Común: era una combinación de flor de harina (4/5) y cabezuela de harina gruesa (1/5), demandada por sectores socioeconómicos bajos.
• Semita o pambazo (término derivado del pan baixo galego-portugués), fabricado con residuos de trigos averiados por plagas, sequías o humedades y demandado por los sectores más degradados de la sociedad colonial. Su nombre hacía alusión al desprecio hispánico por los judíos o semitas, expulsados de su tierra Sefarad, junto con los musulmanes de Al-Ándalus, en la península ibérica, en 1492.
A partir del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, los panaderos y pasteleros franceses e italianos incorporaron otros elementos en la harina de panificación, como el azúcar, la mantequilla, la canela y el chocolate, así como otros procedimientos para la mezcla y cocción de las masas. Así surgió el pan dulce, la bollería y la pastelería para ocasiones especiales, que le dio nueva vida a la panificación americana de herencia española.
En El Salvador republicano de la segunda mitad del siglo XIX, más específicamente en 1873, el francés Alexander Villenave inauguró su Panadería Francesa, en el centro de San Salvador, desde donde difundió sus bandejas con una nueva variedad de pan francés en forma de bolillo, lejos de la forma de hogaza usada desde la época colonial española. Para entonces, el exsenador, expresidente y exgeneral Gerardo Barrios Espinoza llevaba ocho años fusilado y sepultado.
Entre 1880 y 1885, una nueva crisis en los suministros de trigo puso de moda el uso de harina de coco. En 1887, El Salvador importaría 54,026 bultos de harina de trigo, por un monto global de 230,000 pesos. En 1902, el recién inaugurado Hospital Rosales estrenaba su propia panadería, para surtir a enfermos, médicos y personal auxiliar de enfermería.
En 1915, el país importó 6.6 millones de kilogramos de harina de trigo por 375,000 dólares. Al año siguiente, apenas importó 4.9 millones de kilos, pero el precio global por esas importaciones subió a 442,000 dólares. Esa crisis harinera en El Salvador se disparó con el desarrollo de la Primera Guerra Mundial, conflicto en que el país permaneció neutral, pero cuyos efectos afectaron con seriedad a su economía, deteriorada desde la crisis sistémica interna originada en 1896. Fue durante la Gran Guerra cuando se comenzó a usar en San Salvador y otras localidades nacionales el llamado pan de bicarbonato, basado en el soda bakery británico. Su fabricación y consumo entre las clases sociales más desposeídas del país fue denunciado por varios intelectuales, con Alberto Masferrer a la cabeza.
Tras el fin de la Grand Guerre, en la década de 1920 fueron las marcas industriales de harina de trigo estadounidense las que se apropiaron del mercado panificador nacional. Marcas como Montana Mills Flour Company y Sperry Flour Company (con base en San Francisco, California) anunciaban sus sacos de producto en los principales periódicos salvadoreños. Dos de sus principales compradores eran los propietarios de la Panadería Las Victorias y de Panadería Lido, ambas posicionadas en la capital salvadoreña.
Entre las décadas de 1940 a 1960, el proceso de industrialización de El Salvador dio paso al establecimiento de diversas marcas propias de harina y a una instalación fabril de alta profesionalidad, representada por Molinos de El Salvador, S. A. (MOLSA), que se ubicó en el incipiente polo de desarrollo del oriente capitalino, sobre el Bulevar del Ejército. Su entrada en funciones no estuvo exenta de problemas nacionales e internacionales, en especial cuando en 1974 se dio la crisis por los precios internacionales del harina de trigo, que junto con el incremento de los de las mantecas dispararon la escasez de panes en El Salvador y el alza de su precio.
Durante el desarrollo de la guerra interna (1979-1992), se evidenció un incremento en el consumo masivo de harina de arroz. Así fue como no sólo se produjo un alza en la producción y comercialización de pupusas de arroz, sino también de variedades de pan fabricadas con ese cereal, como los salpores.
En El Salvador del año 2022, el consumo diario de pan francés, pan dulce y todas sus opciones y variedades forma parte de la cultura salvadoreña transnacional. Semitas, marialuisas, peperechas, honradas, tortas secas, palmeras, cuernos, borrachos, salpores, quesadillas, marquesotes y más se consumen dentro y fuera de las fronteras nacionales, tanto directamente desde los hornos como en bolsas y cajas para exportación.
Pero aunque el consumo de pan y bollería es masivo, también hay una tendencia comercial a consumir pan fabricado a mano, con harinas selectas y procedimientos más tradicionales. Ha surgido un verdadero movimiento por revisar y actualizar técnicas de panificación que se consideraban desaparecidas en El Salvador. Por el momento, ya hay varias panaderías enfocadas en esa ruta de rescate. Quizá sus precios sean más altos que los de costumbre, pero el esfuerzo que implica entregar pan de alta calidad lo vale.
Ojalá la nueva crisis mundial de precios y suministros, así como la inflación derivada de la invasión rusa a Ucrania, no impacte y afecte negativamente a esos emprendedores nacionales, interesados porque ese fruto del trigo y del trabajo humano siga siendo el pan nuestro de cada día y que lo tengamos hoy, fresco y caliente entre nuestras manos, para que podamos repartirlo y consumirlo en comunión solidaria.
RECONOCIMIENTO Este texto se basa en los apuntes de una charla virtual que impartí para la inauguración de Artisan Loaf, en la noche del jueves 7 de julio de 2022. Mis agradecimientos profundos para sus propietarios, Luis Monterrosa y Mónica Costa de Monterrosa.