Leemos en el Apocalipsis de San Juan: “Y vi una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Apoc.7. 9). Son aquellos que están en la lista de Dios y gozan de su plenitud en la eternidad. Ellos son santos. Ahí están nuestros antepasados, conocidos o desconocidos, que murieron en amistad con Dios. Su fiesta se celebra con alegría y esperanza el 1 de noviembre. Ellos "vienen de la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero" (Apoc.7, 14). Viven contemplando el rostro de Dios por toda la eternidad.
El 2 de noviembre se hace una “conmemoración anual de todos los fieles difuntos”. En ella hacemos memoria de Jesucristo, muerto y resucitado, proclamamos nuestra fe en la resurrección como un canto a la vida, con la convicción, de que la muerte no es el final de todo, sino el inicio de un Todo que es Dios. Como seres humanos sentimos la muerte de nuestros seres queridos. También Cristo lloró ante la muerte de su amigo Lázaro y tuvo miedo ante su propia muerte. Para llegar a su pascua pasó por momentos crueles y dolorosos, y con ese gesto lleno de amor, nos abrió las puertas de la salvación y la victoria. Es laudable observar el Día de Difuntos. Con ellos hemos compartido alegrías y tristezas, triunfos y fracasos. Nos esperan en el paraíso.
El recordar con amor y gratitud a los que han muerto, hace que nos sintamos unidos a ellos. Son muchos, los que en estos días marchan a los cementerios para lavar las tumbas y depositar arreglos florales. Esto es bueno y recomendable pero no es lo más importante. Los que han muerto esperan de nosotros un recuerdo en la oración. En el Antiguo Testamento encontramos referencias a la eficacia de la oración por los que han muerto: “Mandó Juan Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2 Mac. 12, 46). Eso revela claramente que alguna expiación de los pecados tiene que haber después de la muerte y a eso le llamamos Purgatorio. El gran obispo de Hipona, San Agustín, decía: “Una lágrima se evapora, una rosa se marchita, sólo la oración llega hasta Dios”. El Papa Francisco nos dice que: “La oración por los difuntos, sostenida por la esperanza que nos ha dado Cristo resucitado, no es una celebración del culto a la muerte, sino un acto de caridad hacia los hermanos y una asunción de las cargas de los demás”. Según nuestra fe, algún día nos encontraremos con ellos en la alegría eterna.
En las tumbas se leen frases hermosas que recuerdan el cariñoso recuerdo que se tiene por los que han muerto. Hay también quienes se olvidan de sus antepasados, no rezan por ellos ni depositan una flor sobre sus tumbas. No sabemos cómo será la vida de los bienaventurados, pero sí sabemos que nuestra fe y esperanza van mucho más allá de lo desconocido. Dios los acogerá para siempre, y aunque en la vida todo aparezca oscuro, la luz de Dios está al final del camino. Sería bueno que ante las tumbas podamos repetir las palabras de Job: “Sé que mi Redentor vive, y yo mismo le veré, le mirarán mis ojos, no los de otro”. Esta es la fuerza interior que nos da la fe y esperanza cristiana.
Sacerdote salesiano.
Sacerdote salesiano.