Muchas lunas y soles esperó el arquero el momento de reanudar su interrumpido viaje hacia los montes. Pero en el desierto no existen días, ni meses, ni lunas, ni fechas, por cumplir. Sólo estaciones y promesas. Un día al fin de tanta espera, llegó el anunciado viajero que habría de quedar a guardar el fuego eterno de aquel templo olvidado. Era al parecer un asesino, fugitivo del pasado que —para esconderse y olvidar las sombras de la vida— aceptó quedarse a vivir en el monasterio, al cuidado del sagrado resplandor. “Mira hacia la luz del fuego eterno, como viendo al amanecer -dijo el arquero. Así quedarán detrás de ti todas las noches del ayer.” “¿Quién eres? -preguntó el recién llegado?” “Soy el que se va y tú el que se queda -repuso Kania, el hombre y la estrella. En realidad -dentro del tiempo circular- somos la misma persona. Principio y final de este momento. Donde uno llega y el otro se irá, siendo ambos el mismo espejismo de la imaginación divina del desierto.” El lejano cantar de los cetáceos llegaba en el viento de sal desde algún lejano mar. “Es el mismo cantar de las ballenas que alguna vez oyeron tus oídos en la noche de tu fuga -dijo el arquero. Ellas también llegan de lejos continuando el viaje hacia otros mares de la vida. Ellas son como nosotros, remontando las mareas del destino.” (LI) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
Ni días ni meses ni fechas por cumplir en la llanura
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