“Los gigantes, ya no están —decía para sí mismo el arquero—. Es la soledad de la llanura la que me hace verlos y escuchar sus voces inmensas. Ellos desaparecieron hace siglos. Como se desvanecieron las altas cumbres de la gloria. Es el eco del viento, el espejo del desierto, la fiebre que hace alucinar mi mente y mi ser.” Pero en las inmensas noches de la despoblada llanura, Kania siguió escuchando el cantar de los colosos, llevado por la corriente. Así aprendió sus canciones. Tocando su arpa primitiva, entonaba de vez en cuando un nostálgico aire de gigantes que se perdía en lo profundo del Acasha. Allá en el infinito mar —entre tanto— segúian las ballenas con su canto universal. “Es mi inmensa locura la que me hace escuchar el distante cantar de los cetáceos. Los gigantes no están ni estuvieron antes. Ni mucho menos hablan en lenguas perdidas. Yo imaginé sus sombras grandiosas, sus voces profundas, sus himnos extraños, el mar de su tristeza...” Así los titanes dejaron de cantar. Uma quedó cada vez más silenciosa. Sólo se escuchaba de vez en cuando el graznar de algún pájaro perdido, buscando una verde palmera en los desfiladeros. Dejó de oírse el grito de Kania en la llanura, llamando a los colosos o alejando a las fieras. Alguna vez sombras y ballenas dejaron de cantar. Cuando el último hombre de aquel perdido despoblado dejó de gritar el nombre de su ilusión, disipándose en el arenal la inmensa sombra de sí mismo... (XLVI) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
Un día los gigantes dejaron de cantar
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