El atemorizado arquero se escondió en cuevas, para no ser visto por los gigantes. Aunque Kania era —como dije antes— sólo un espejismo más del despoblado. Allá en esa tenebrosa planicie, el encantador de dunas aprendió el habla de los colosos. Igualmente —después de tanta soledad— comprendió el lenguaje del desierto. El árido despoblado que le indujo a hablar con el silencio. Así los gigantes —a quienes raras veces vio— le enseñaron a soñar y a cantar aires perdidos. Le mostraron además lo pequeño de la gloria y lo inmenso de la divina utopía. También aprendió Kania el arte del olvido. Conoció el nombre de algunos titanes. Uno de ellos se hacía llamar “Antares”, como la constelación. Otro llamado “Acashia“ —el nombre de los cielos— poseía con sus manos grandiosas el vasto universo. Un tercero —a quienes nombraban “Olón“, el trueno— dominaba la furia de las tormentas. “Jala” era el que llevaba los lagos desde el mar. “Agná”, encendía el fuego de los cielos en el amanecer y lo apagaba al atardecer sobre el oscuro piélago. “Pritvi” amasaba el barro con las lluvias, formando las montañas. “Vayú”, entre tanto, detenía los huracanes con sus manos inmensas y tocaba la flauta de los cañales. “Shanti” —el más apacible de todos— inspiraba la paz en los demás. “Prema” poseía el amor eterno. “Dharma” aplicaba la justicia y las leyes del Samsara, en tanto “Karma” era quien trabajaba para los demás gigantes. (XLIV)
Espejismos del desierto
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