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Julia

Los vientos de Julia me hicieron recordar aquellos días aciagos del huracán Fifí en septiembre de 1974 que, además de cuantiosas pérdidas económicas, ocasionó que se trastocara el normal cierre del año lectivo por los refugiados que permanecieron en el colegio por más tiempo del esperado.

Por Jorge Alejandro Castrillo
Psicólogo

No deja de ser un incordio que los meteorólogos decidieran, tiempo ha, nombrar a los huracanes y tormentas tropicales con nombres propios. Antes, peor, se usaban sólo nombres femeninos. Todos escuchamos bromas y chanzas dichas tratando explicar, en ese tono de broma que tan ofensivo resulta, porqué se usaban sólo nombres de mujeres para tales fenómenos climáticos. ¿Es ese un triunfo del movimiento de igualdad de la mujer? Bien puede considerarse así, pues ahora los resentimientos y cóleras no estarán dirigidos sólo a nombres femeninos. No me quiero imaginar lo que el masculino nombre de Ian debe suscitar en los habitantes de la Florida (específicamente Fort Myers, Sarasota y Tampa) que recientemente se vieron afectados por el huracán así nombrado. La versión de “Los ricos también lloran” como dijo un boricua recordando los horribles huracanes Irma y María que golpearon su tierra en septiembre de 2017.


Julia nos acaba de dañar muy fuertemente a nosotros, más fuerte aún a nuestros vecinos con costa atlántica. Como escuché a alguien decir muy bien: “La sacamos barata si se tienen en cuenta los pronósticos que se habían hecho días antes” sobre los estropicios y daños que previsiblemente causaría. Los vientos de Julia me hicieron recordar aquellos días aciagos del huracán Fifí en septiembre de 1974 que, además de cuantiosas pérdidas económicas, ocasionó que se trastocara el normal cierre del año lectivo por los refugiados que permanecieron en el colegio por más tiempo del esperado. Recuerdo a varios de mis compañeros de promoción (estábamos en segundo de bachillerato entonces), a pocos de la promoción anterior, a varios más de la promoción siguiente, sobre todo a la Yuca y Papillón que destacaban por su blancura el uno y soberbias dimensiones el otro, ayudando a evacuar, en un camión prestado por la empresa de la familia de la Yuca, a personas de todas las edades de casuchas levantadas en laderas y quebradas cercanas de la capital, Rescatistas y rescatados chupados todos por las fuertes e incesantes lluvias que duraron varios días. No tengo manera de compararlos, pero mi memoria las recuerda más intensas y prolongadas que las de Julia.

Pero como digo: Fifí no me recordaba a nadie, por lo que el nombre dirigía (no direccionaba) mi memoria únicamente al huracán. Me cae mal que el nombre Julia, culpa de este recién pasado huracán, ahora no me traiga solo los buenos recuerdos de la niña Julita, gran amiga de mi mamá, mujer simpática, de peculiar tono de voz y desfachatado humor que varias veces nos hizo carcajearnos (y no carcagarnos, como ella decía) de la risa. (“Callate, Nena, la señora que había parado las patas nos pedía ayuda y nosotros sin poder hacerlo porque nos estábamos carcagando de la risa por su aparatosa caída”). Como mi madre no conducía, ella se ofrecía con frecuencia para recogerla y devolverla (“Yo paso por vos, niña, y te voy a dejar después, así tenemos más tiempo para chambrear y reírnos”). Esposas de abogados ambas, compartieron anécdotas varias en torno a las obras sociales que realizaban desde la “Asociación de Señoras de Abogados” que tanto bien hicieron y tan activas las mantuvo durante tanto tiempo.


Ya hacia el final de esas andanzas, más de alguna vez se me pararon los pelos cuando me enteraba que “la niña Julita” la había pasado a traer “para tomarnos un cafecito y darnos una vueltecita”, pues en más de una ocasión supimos que se había “metido en contrasentido”, inadvertidamente por supuesto, en calles de alta circulación de vehículos. Lo angustiante resultaba que las dos alegres comadres en lugar de asustarse por el riesgoso error se carcajeaban a posteriori de las maniobras obligadas que hacía para salir de la peripecia en la que ella misma se había colocado. La niña Julita. Perdió mucho de su audición los últimos años, lo que provocaba con frecuencia respuestas inesperadas que generaban diálogos entre ellas tan jocosos como muchos de los chistes que se hacen de diálogos entre adultos mayores.

Esta vez, con Julia, sí hizo bien el Ministerio de Educación en suspender las clases en todo el territorio nacional. No me cabe duda que alguna vida ha de haber salvado con tal medida. No como la vez pasada que suspendieron actividades. Los comunicados emitidos en esa ocasión fueron tan ambiguos que generaron mucha confusión. Para tratar de enmendar el yerro administrativo, se llegó al extremo de imponer una sanción, más rigorista que sensata, a una institución educativa del sector privado que desarrollaba una actividad extraordinaria estando todos los que en ella participaban bien guarecidos y seguros.


Ojalá que no se haga práctica usual la suspensión generalizada de actividades. Necesitamos con urgencia desmontar los malos hábitos y la inercia generados por la pandemia. Sobre todo en educación.

Psicólogo.

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