Todas las decisiones políticas tienen una moral intrínseca que las determina, porque todo el poder se ejerce con un motivo, así se pretenda altruista o egoísta. Sin embargo, poco se repara en el origen de estas leyes, ni en el porqué es importante que sean de un modo u otro, todo pese a la enorme importancia de que las decisiones políticas tengan un deber-ser y respondan a una justicia genuina.
Con frecuencia se suele identificar el origen de la moral a través del conjunto de instituciones sociales que establecen las pautas de la interacción humana. Las mismas pueden ser convenciones, costumbres, pactos y hasta instituciones de carácter político; determinadas por la mera costumbre o bajo un criterio pretendidamente racional que establezca lo que es preferible para generar un consenso representativo de las sociedades humanas. Este pensamiento, sin embargo, pese a la racionalidad a la que aspira, pretende de modo irracional que todas estas nociones determinadas por instituciones son incapaces de degenerar en realidades objetivamente injustas, como si las instituciones históricas no hubiesen ya demostrado ser propensas a contradecirse con sus contrapartes en otros contextos, o que no haya entre ellas algunas que bajo nuestro actual criterio sean intuitivamente aberrantes. Si el bien y el mal resultaran ser simples artificios del consenso, no habría realidad alguna detrás de los mismos, ni razones para aprender de la historia y sus errores; dejarse llevar por el rumbo que la historia adquiera en un futuro, sin importar cual fuera, sería absolutamente irrelevante, puesto que lo que venga después, aunque ahora parezca objetable, podría no serlo en el futuro, y eso no sería malo. La justicia, en este escenario, sería un despropósito, pues estaría desprovista de cualquier tipo de realidad que desee proteger, la dignidad humana sería una simple dádiva del poder en turno; si no hay nada propio del ser humano, no hay acción injusta contra el ser humano, y no habría acción desde el poder que sea reprochable para con este.
El otro rostro de este razonamiento falaz sería en el que, si bien la moral no es un simple artificio del consenso, esta viene siempre presente en las instituciones sociales, puesto que las mismas son producto de un conjunto de valores intuitivos que se obtienen racionalmente de lo que es preferible en la vida social. A ello se puede responder con que la definición de lo que es “preferible” no es siempre constante y es siempre víctima potencial a manipulaciones coyunturales que generan los mismos dilemas del caso anterior. También se puede objetar que no existe modo alguno en el que esta metodología con la que se pretende obtener aquello preferible sea netamente “racional” como si los paradigmas utilizados no poseyeran carácter histórico y coyuntural, tal cual es el caso de cualquier otra moral manipulada; o bien, no existe modo de asegurar que tal razonamiento llegue a una conclusión unívoca sin rozar en los límites del derecho natural.
El derecho natural, por otra parte; pese a su mala prensa, y su injusta comparación con la rigidez e irracionalidad, provee de medios que son de utilidad para ejercer un contrapeso al poder totalitario, porque ya no es el poder coercitivo el que da forma a la justicia, hay una ley superior que da bases sobre las cuales se debe construir la ley positiva. Por ello es necesario que en el diálogo político se valore el papel del derecho natural en leyes e instituciones, pues solo dentro de esta concepción se justifica coherentemente la existencia de un deber ser detrás de las mismas. Porque cuando hay una realidad detrás del bien y el mal, hay una justicia que le es propia y una dignidad que proteger.
Estudiante de Economía
Club de Opinión Política Estudiantil (COPE)