Hace unos días escribí un artículo acerca de Brisas de San Francisco. Primero porque el video del muro de una casa siendo literalmente tragado por la tierra es para hacerle chiquito el corazón a cualquiera. Segundo porque yo pude terminar siendo una de las damnificadas. A principios de los 2000, estando yo enamorada en vida, fui a visitar a una amiga recién casada que vivía allí (a los años se divorció y se mudó). Llevé a mi padre a las pocas semanas (mi padre siempre ha sido quien ha ido conmigo a ver casas) y de entrada vetó la idea. Recuerdo cómo me dijo esa tarde de octubre: “¿No oliste la quebrada? Esas casas se van a caer en treinta años”. Erró por ocho.
Pero quizás porque es mi propósito en la vida en este momento escribir acerca de la bondad humana, cuando le mandé el artículo a una amiga arquitecta para revisión, me aconsejó no publicarlo (sí, señores, yo consulto lo que escribo). Lo guardé. A los días, me llamó otra amiga (nada que ver con la primera), quien trabaja en bienes y raíces. Necesitaba una casa o un apartamento para unos extranjeros, ¿conocía yo a alguien? Le di unos nombres de gente que conocía y como dos días después me acordé de una tercera que acababa de comprarse uno en esas torres bonitas que llenan lo que ahora llamo SanHattan (por Manhattan) en la colonia Escalón. Los alquileres allí rondan por los $1000 o $1200, así que la llamé.
—El apartamento no está en renta —me dijo Aída (nombre ficticio).
—¿Cómo que no está en renta? ¿Y no para eso lo compraste?”
Aída, debo decir, es una de esas salvadoreñas cachimbonas. No nació en cuna de oro. Su padre era contador, y su madre, maestra del sistema público. Tenía tres hermanos. Comenzó su vida laboral trabajando de cajera en un almacén al sólo salir de bachiller, luego se graduó de contadora. Se compró su primera casita con el FSV. Su primer esposo, comerciante también, era un hombre esforzado. Murió joven, creo que en el 2008, dejando a Aída embarazada de ocho meses. Previsor, había dejado un seguro de vida, que le ayudó a Aída a comprar otra casita a cuotas. Entonces fue contratada por una buena empresa. Trabajó allí hasta el 2012, cuando inició su propio despacho contable. Fue entonces cuando conoció a su segundo esposo, que la trata como reina y ha adoptado a su hijo. Él fue quien le “regaló” su apartamento en SanHattan.
“Carmen”, me repite Aída siempre, “no hay nada que la oración no pueda resolver. Y Dios no se deja ganar en generosidad. A veces Dios te hace esperar, pero te responde en el momento apropiado”.
Una vez me quejé de que Dios a mí no me respondía, y Aída sólo se rió.
“Es que vos querés que las cosas pasen a tu manera. Mirá, cuándo murió mi primer esposo, yo ni sabía qué iba a hacer sola con mi hijo. A duras penas salía con la cuota de la otra casita. Y mirame ahora con apartamento en la Escalón. ¿Cuándo yo?”
Aída maneja una camioneta, pero no de lujo. Ni ella ni su esposo son ostentosos. Tienen un estilo de vida de una clase media acomodada. Lo que sí sé es que son generosos. Pero volviendo a la historia de Brisas y el apartamento…
Me extrañó que no estuviera en renta porque yo sabía que el apartamento tenía que rentarse para generar la cuota y que lo habían amueblado para poder alquilarlo por un poquito más. Pero decidí que uno no puede ser tan metida y le dije: “¡Ah!, bueno, lo quería una amiga. Si cambias de opinión”.
“Perate”, me dijo, “no es por no ayudar a tu amiga. Es porque…Carmen, ¿viste el video de Brisas de San Francisco? ¿Te acordás por qué compré la segunda casita?”.
Ella y su familia vivían no en, pero cerca de, la colonia Santa Lucia. Cuando Aída hizo el préstamo para su segunda casita, en el 2009, se comenzaba a formar la cárcava que la inunda todos los inviernos. Si bien la casa salió a nombre suyo, sus hermanos le ayudaban a pagar la cuota. Hacían “cabuda” entre todos porque querían asegurarse de que sus padres estuvieran bien. Y Aída vivía con ellos.
“Yo sé lo que es esa angustia. Y no me puedo imaginar lo que sintió esa pobre mujer al ver que mitad de su casa se iba al río. Así que, el otro día en el Santísimo (capillita donde los católicos adoramos a la Eucaristía), Dios puso en mi corazón alquilarle el apartamento a una familia de Brisas. Cuando llegué a la casa, se lo comenté a mi esposo y me contó que ÉL había sentido lo mismo. Así que se le va a una familia de Brisas por lo que el gobierno les va a dar”.
Me quedé en silencio, con la boca abierta.
Antes de escribir este artículo, la volví a llamar para ver si había alquilado.
“Mirá, ¡increíble!”, me dijo. “Imaginate cómo es Dios. Nos mandó una familia como a los tres días que hablamos. Son jovencitos, con un niño. Primero Dios les desembolsen pronto, pero, si no, niña, Dios proveerá. Dios no se deja ganar en generosidad”.
Mientras escribo, tengo los ojos llenos de lágrimas y el corazón contrito. La realidad de Brisas, como de la Santa Lucía, como de las mil cárcavas en San Salvador, al igual que de las áreas marginales donde todo se nace en invierno por lo húmedo, es un problema de años. Y es una tragedia humana, la cual debe trascender a cualquier otra cosa, incluso simpatías políticas. Yo sé que muchos de mis lectores viven esa realidad tan cruda, pero sé también que muchos de mis lectores lo leen, lo oyen y no les importa, y eso en sí es un pecado social. Y por ese pecado social es que las cosas no cambian.
Y por el otro lado, sé que mi amiga probablemente no es la única. En esta mi serie de artículos (que espero continuar) he descubierto que hay mucha gente dispuesta a dar hasta que duela. Gente dispuesta a mostrar bondad en medio de un mundo que glorifica la matonería y el odio y tomar ventaja de las situaciones para ganar dinero. Yo sé que Aída me va a llamar para preguntarme que por qué conté su historia, que no ha hecho nada heroico, que la mano izquierda no debe saber que hace la derecha. Pero hacer el bien es lo más revolucionario que puede hacer el ser humano cuándo hay una obvia necesidad.
Educadora.