Llevo tu nombre abuelito, pero creo que somos hijos de diferente tiempo. Tu sensible fallecimiento ocurrió cuando yo apenas podía sostener mi pacha. Tu creciste y te desarrollaste en una época profundamente fascista, cuando mantener el “orden” y procurar la “estabilidad del gobierno” era casi una religión.
Mis conversaciones de sobremesa eran profundamente militaristas; en todas ellas, invariablemente, elogiaban la firmeza de tus convicciones y tu mano dura, la cual utilizaste, sin dudarlo, en contra de los que considerabas enemigos de ese “orden y estabilidad”: toda esa masa confusa de demócratas, comunistas y libertarios que protestaban por un país más democrático, más humano, más horizontal, más libre.
Mi madre, tu hija, me mostraba con orgullo tu sable de cadete y tus condecoraciones correspondientes a tu grado: coronel de la Guardia Nacional. Yo las tocaba tímidamente, casi como reliquias religiosas. Mi padre, tu yerno, nos contaba cómo le “arrebatabas de las manos” las banderas a los jóvenes comunistas, quienes, al manifestarse, cometían el sacrilegio de tocar con sus “impias manos” el blasón nacional.
Recuerdo que quedaba confundido cuando en las conversaciones de sobremesa mi padre nos narraba cómo participabas en el aporreo de los manifestantes cuyo delito era “pensar diferente”. Crecí pensando que era lo correcto. Nada malo podía venir de ese amable viejito que le hacía trenzas en el pelo a mi tía para ir al colegio, pero abuelo… te quiero decir que ahora pienso diferente.
Te comparto mi credo: Creo que todos tenemos el derecho de pensar y disentir sin temor a terminar en la cárcel. Creo que todos tenemos derecho a creer en la religión que queramos o en el derecho a no tener ninguna, sin que seamos juzgados por ese solo hecho. Creo que tenemos el derecho a escoger la orientación sexual con la que nos sintamos plenos, sin que nadie pueda opinar al respecto y sin que una relación interpersonal plenamente consensuada entre dos adultos pueda ser considerado como delito legal o social.
Creo que podemos respetar o apoyar o, por otro lado, burlarnos, rechazar o cuestionar a la autoridad política de turno, eso constituye la esencia de la democracia, sin que por ello nos quieran hacer residentes de una mazmorra policial. Creo que en un país democrático el orden debe ser impuesto por la policía -y no por los militares- y que se debe usar la fuerza únicamente y en forma proporcional al peligro que presenta un ciudadano.
Creo que todos debemos ser educados en las artes y forma de pensar liberal, renunciando al modelo prusiano que consiste en que los ciudadanos deben ser instruidos para respetar un “orden determinado”; por el contrario, debemos ser educados para ser críticos y dudar de la “verdad”, de toda “verdad” que pretenda ser impuesta a nosotros desde una posición de poder, para enseñarnos a buscarla mediante análisis personales y pruebas científicas. La única verdad que se debe respetar, es aquella que pueda ser comprobada.
Abuelito, quiero que intercambiemos tu sable por un buen libro; tus armas por un teclado; tus dogmas por un abrir indefinido de “ventanas mentales” para que por ellas circule libremente el entendimiento. Quiero que intercambiemos el “obedecer ciego al gobernante de turno”, por un “estar de acuerdo” temporal y condicionado, sujeto al cumplimiento de la moral, ética y conveniencia del pueblo al que tú y yo nos debemos.
Por respeto a tu memoria y a mi madre y a mis tíos, me tarde décadas en escribir esta carta abierta a tu persona, pero ante los últimos acontecimientos ocurridos en el país, los militares -tus colegas en armas- harían muy bien en leerla para recordar que los “hombres de armas” se deben primero a la ley, a la libertad, a la democracia y al pueblo soberano, antes que a los gobernantes. Abuelito, esta carta es para ti y para ellos.
El coronel Maximiliano Königsberg es mi abuelo. Esta carta es para ti, para contarte que tu nieto es libertario y que ama a El Salvador como tú lo hiciste, solo que yo -a diferencia de ti- nunca he tocado un arma de fuego en mi vida y que mi única arma son las teclas de mi computadora y mi única munición son mis ideas. Y tal como tu arriesgaste tu vida para “salvar a la Patria” de la amenaza comunista -a tus formas y tus maneras que yo no comparto- ahora me toca a mi defender la democracia. Es mi turno, abuelo, y hago lo posible por hacerlo dignamente.
Ahora es mi momento -nuestro momento- junto a todos aquellos que pensamos que la democracia y el respeto al Estado de Derecho es la vía correcta para obtener la paz y progreso de los pueblos. Quedarme callado -quedarnos callados- no está dentro de mis planes.
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica